Drop the mic!

Había sido un día largo, demasiado largo. Tenía una cantidad inusual de trabajo fuera del estudio. Suspiré aliviado a última hora de la tarde, cuando paré por primera vez, sabiendo que estaba vivo solo porque respiraba, sin creer de dónde había sacado tanta energía para hacer tantas cosas en un solo día. Creo que ni siquiera comí, y ni siquiera lo echaba de menos.

Fue entonces cuando recibí una llamada de un estudio con el que llevaba mucho tiempo colaborando, pidiéndome un trabajo urgente. Volví a suspirar… Desde que me dediqué a la locución, esa fue la primera y única vez que no me apetecía saludar al micrófono. Lo siento, Mic, no es nada personal. La cama me parecía más atractiva.

Así que, a altas horas de la noche, me arrastré hasta el ordenador, preparé el DAW (software de edición de audio), amplié el guion en la pantalla dentro de la cabina de audio y me puse a trabajar. Estaba tan cansado que me llevó mucho tiempo grabar 15 o 16 minutos buenos.

45 minutos más tarde, ¡la última frase del guion! ¡Sí! ¡Hecho! Salí de la cabina con una gran sonrisa y los ojos casi cerrados por el sueño. Suspiré de nuevo, aliviado. Era como si estuviera escuchando cantar a los ángeles, como una señal de triunfo, diciéndome, en una especie de canción de cuna, algo así como «ya casi has terminado, este día por fin ha terminado, estás a punto de irte a dormir y roncar durante muchas horas refrescantes». ¡Era un superviviente!

Pero…

Miré la pantalla del ordenador…

Agrandé el editor de sonido…

Qué…

Todo se detuvo…

Pero……

Me había olvidado de pulsar el botón de grabar y no me di cuenta durante toda la actuación de voz.

¡AAAAAAAAAAAAAHHHHH!

No sé de dónde saqué más energía, pero la segunda sesión —la primera, mejor dicho— terminó perfecta.